opinión
Dr. Cristhian Espinoza Navarrete
Mayo 3, 2021
“…Y en mi vida, que ha sido más bien nómade y de una pobreza extrema en ocasiones, leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia…” Roberto Bolaño.
Hay una paradoja en tener más tiempo y que igual se te haga poco para hacer las cosas que requieren tiempo, como leer. ¿Dónde está ese tiempo? ¿quiénes lo tienen a disposición? Supongamos que puedes trabajar desde tu casa en modalidad online (hay varios supuestos dentro de esta afirmación). Supongamos que no tienes hijos o hijas, ni más personas que dependan de ti. Quizás tienes una pareja. Terminas los pendientes del día laboral a las 23:00. Piensas en ver una serie de no más de 45 minutos. Enciendes el dispositivo y a los 20 minutos ya duermes. A la 1:00, con un solo ojo entreabierto, apagas el dispositivo y tomas fuerzas para llegar hasta tu cama. A las 8:00 comienzas la nueva jornada online, hasta las 13:00 cuando vas a cocinar, a las 14:00 te sientas a almorzar y a las 14:30 ya estás sentado frente a una reunión, hasta las 23:00 cuando te paras hasta el sofá y terminas u empiezas otro ciclo.
Así estamos, con algunas labores extras, o con muchas tareas extras para quienes tienen a su cuidado a otras personas. Así estamos, también, quienes queremos leer. Quienes creemos que la lectura trae consigo beneficios invaluables, sobre los que somos capaces de hablar por horas. En estos meses de pandemia y cuarentenas, he comprado libros en varias plataformas y he descargado muchos más. Y me he obligado a leer: he leído en las pausas de las reuniones, entre reuniones, entre clases, antes de dormir, sentado en la cocina tomando desayuno, mientras mis hijos están en clases. He retomado incluso la práctica (sugerida, creo, por Teillier) de leer un poema al día y algunos más. He descubierto y redescubierto escritores y escritoras jóvenes, algunos filósofos, algunas cronistas. Pero ha sido un robo al tiempo de otras actividades: en más de una reunión, más o menos informativa, de esas en las que habría sido más útil enviar un correo, he leído.
Y leer ha sido un privilegio, por cierto, ha sido “mi soberanía y mi elegancia”. La lectura es un refugio contra el flujo caótico de lo que llamamos vida. El libro, los libros (en papel, empastados, de tapa blanda o dura, en fotocopias anilladas, en pdf, en word, en ePub), siguen siendo talismanes, remedios contra las “averías de lo cotidiano”. Por eso, como señala Steiner, tantas hogueras se han alimentado de ellos, porque quienes han encendido esas hogueras siempre supieron del poder incalculable de los libros y ante ese temor, atizaron el fuego con esos peligrosos objetos.
Quienes leemos, quienes tenemos este afán, siempre tenemos el deseo de pasar a otras y otros esta obstinada necesidad de la lectura, incluso, a veces, regalamos libros. Porque no se trata de esos privilegios que se quieren tener solo para nosotros: formar lectores infantiles, juveniles, adultos, invitarles a dejarse llevar por las palabras, por aquello que aparece detrás de las palabras, a través de ellas. Y no solo porque sea “importante”, sino porque es placentero, porque lo escrito crea una ruptura con la lengua canónica y esa ruptura, ese juego, es una invitación, una seducción.
Pero claro, hoy las hogueras no tienen llamas, aunque siguen siendo luminosas, no arden los libros, sino nuestros sentidos atraídos hacia las luces frías que emanan de nuestros luminosos dispositivos tecnológicos, donde se esconden los verdaderos chips malignos que ya nos implantaron, que ya pagamos en cuotas, que pegados a nuestras manos no dejan espacio para que nuestros dedos puedan sostener nuevamente esos suaves y arcaicos dispositivos que tanto nos cuesta volver a tomar: los libros.